Mucho se ha dicho —y con razón— sobre la brecha financiera que separa a la Premier League de La Liga. Y no hablamos ya solo de una diferencia entre el Chelsea y el Cádiz, o entre el Manchester City y el Girona. Lo que empieza a asomar en el horizonte es aún más preocupante para el fútbol español: incluso Real Madrid y Barcelona, durante décadas los gigantes indiscutibles del juego global, están empezando a quedar por detrás. En ingresos, en inversión, en capacidad de maniobra. Pero la pregunta esencial no es solo “quién tiene más”, sino “quién lo gestiona mejor”. Y para responder a eso, hay que mirar más allá del dinero. Hay que mirar el modelo.
Porque la gran diferencia entre los clubes de la Premier y los grandes de La Liga no es solo contable. Es estructural. Es cultural. Y sobre todo, es política. Una diferencia fundamental: el sistema basado en la propiedad frente al sistema presidencialista. Dueños que piensan como inversores frente a presidentes que actúan como políticos. La lógica del proyecto frente a la lógica electoral.
Un propietario —ya sea un fondo saudí, un magnate estadounidense o una familia histórica— tiene una ventaja evidente: el tiempo. El proyecto le pertenece. Puede pensar a largo plazo, puede permitirse perder hoy si cree que eso lo hará más fuerte mañana. Puede asumir un año de transición. Puede vender a una estrella y apostar por un joven sin que el estadio le pida la dimisión. Puede mirar hacia el futuro sin el vértigo del presente.
Eso, en un sistema presidencialista, es imposible.
Porque en clubes como el Barça o el Madrid, donde el presidente es elegido por los socios, todo gira en torno al calendario electoral. Cada mandato es una carrera contrarreloj. Y ningún presidente quiere sembrar para que otro coseche. “¿Por qué voy a hipotecar mis dos próximos años si eso solo servirá para que el siguiente levante la Champions con mis decisiones?”, se preguntan muchos. Y así, la urgencia devora cualquier intento de construir.
¿Y cómo se ganan las elecciones en este ecosistema? ¿Con promesas de sostenibilidad? ¿Con planes de cantera? No. Se ganan con humo dorado. Con estrellas. Con promesas de glamour y goles. Joan Laporta lo entendió mejor que nadie: ganó su primer mandato prometiendo a Beckham —aunque acabó llegando Ronaldinho—, y regresó al poder prometiendo a Messi. La política del nombre propio. La ilusión como herramienta electoral. Y el corto plazo como peaje inevitable.
Ahora imagina lo que hizo el Arsenal. Apostar por Mikel Arteta, por una generación joven, por un proceso que implicaba años sin títulos. Saliba, Gabriel, Ødegaard, Martinelli… ningún candidato a la presidencia del Barça o del Madrid ganaría unas elecciones prometiendo un proyecto así. Porque el socio no vota por el futuro. Vota por la promesa inmediata.
Y sin embargo, en medio de todo esto, hay una excepción. El Real Madrid. No por su modelo —que es el mismo—, sino por su estabilidad. Porque Florentino Pérez ha sido presidente tanto tiempo que ya no necesita convencer a nadie. No tiene oposición real. Y eso le ha dado un superpoder que ningún otro presidente tiene: actuar como si fuera un propietario.
Florentino puede fichar a Bellingham con 19 años y esperar. Puede cerrar a Endrick con 16, aunque no le sirva hasta dentro de dos temporadas. Puede perder una Liga si sabe que con paciencia llegará una generación que lo gane todo. Porque no necesita contentar al socio cada cuatro años. Tiene el control, la libertad y el respaldo suficientes como para mirar lejos.


Entendió algo clave: que el fútbol moderno ya no permite vivir solo en el presente. Que la competitividad real se construye con paciencia, con visión, con método. Y que si te dejas llevar por la urgencia del aplauso inmediato, te condenas a la inestabilidad crónica.
Por eso, la gran diferencia entre los clubes con dueño y los clubes con presidente no es solo financiera. Es una diferencia filosófica. En los clubes con dueño, hay margen para la siembra. En los clubes con presidente, lo que se exige es la cosecha. Lo antes posible. Cueste lo que cueste.
Y así, mientras unos construyen proyectos, otros levantan ilusiones que se desmoronan al primer contratiempo.
La cuestión no es quién tiene más. Es quién tiene más tiempo. Y en el fútbol, el tiempo no es oro. Es la diferencia entre ganar y sobrevivir.
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Probablemente este sea uno de los análisis más dispersos que vas a leer en esta newsletter. No porque le falten ideas, sino porque es difícil darles una forma cerrada sin traicionar la complejidad del asunto. No estamos hablando de táctica. Estamos hablando de talento. O mejor dicho: de cómo el fútbol moderno decide qué tipo de talento quiere.
Me encantó la nota aunque esta vez no estoy con vos por un motivo: salvo contadas excepciones, en el sistema de los dueños justamente lo que se busca es ganar dinero rápido y por eso muchos están un tiempo, no obtienen resultados y se van, dejando a los clubes en ruinas. Todo depende de la mirada de esa persona, aunque es verdad que en la teoría el presidencialista tiene menos tiempo (y dinero, salvo que seas Florentino o Berlusconi)